La Llorona
- Shaira De Avila

- 25 feb 2021
- 3 Min. de lectura
Pasaban las 7 de la noche cuando Candelaria empezó a preocuparse, como siempre. Todos los fines de semana se preguntaba lo mismo: ¿Estará bien? ¿Habrá comido algo? ¿Y si tuvo un accidente? Así inundaba su mente de pensamientos ansiosos por conocer el bienestar de su marido, que tenía la mala costumbre de salir a beber todos los fines de semana y desaparecerse de su radar. Ella nunca llamaba a la policía, porque sabía que volvería dentro de 2 días en busca de una cama donde echarse a dormir otro día más. Candelaria lo sabía, pero no podía evitar preocuparse. Lo quería demasiado.
Los niños estaban viendo dibujos animados cuando se quedaron dormidos. Los arropó y les dio la bendición a cada uno. Luego volvió a su extenuante trono: La silla donde esperaba llena de esperanza a que su esposo llegara a dormir. Candelaria era consciente de que eso no pasaría, pero el esperarlo ahí hasta dormirse la hacía sentir que estaba haciendo lo correcto. Aunque el no lo mereciera.
Sin embargo, y tal vez gracias a la cantidad de veladoras que le colocó al altarcito que tenía en un rincón de la virgen, a eso de las 3 de la mañana su marido llegó. Gritaba y golpeaba la débil puerta de madera de forma tan alarmante que Candelaria no dudó en correr a abrirle. Y con la misma furia con la que golpeaba la puerta, la golpeó a ella. Tal cual como pasaba cada fin de semana. La pobre Candelaria no terminaba de curarse un moretón cuando ya tenía tres más.
Ese día la furia su marido la justificó en que había perdido una apuesta en el billar y ahora debía pagarla con las únicas dos vaquitas que tenía. Su esposa era ese lugar donde desembocar todo el estrés que le generaban otras situaciones. La golpeó hasta más no poder, y de tanto estruendo sus hijos se levantaron. El padre, cegado por el pecado de la ira y en medio de un estado psicológico inestable a causa del alcohol, agarró al muchacho mas grande y lo estampó contra la pared. El pobre niño se quejaba del dolor con cada golpe, mientras la madre asustada forcejeaba inútilmente buscando soltar a su hijo de las garras de su padre. El niño más pequeño se escondió en el escaparate. Y su padre al sentir el estruendo que hacían las puertas, soltó al que tenía contra la pared y fue en busca de este. Candelaria, al ver que era inútil su actuar, en medio de la desesperación salió a la calle, sus pulmones se llenaron de aire frío, pero eso no le impidió vociferar: "¡Mis hijos!" "¡Ay mis hijos!" "¡Me los mataron!"
Su clamor se escuchó en cada rincón de aquel mísero pueblo. Pacha, que estaba en esos momentos preparando el desayuno de su esposo que iba para el campo a ordeñar unas vacas, fue una de las primeras en oír los gritos, pero solo supo llamar a su marido y decirle "Ahí está la llorona esa otra vez, venga mijo arrodíllese a rezar conmigo para ahuyentarla de acá, la gloria de Dios reprenda esa animaleja perversa"
Y así, todos los creyentes del pueblo uno a uno desde su casa se arrodillaron a rezar, temblando de miedo por escuchar al espanto. A la llorona.
Candelaria corría y gritaba en busca de alguien que la ayudase a librar a sus criaturas del monstruo de su padre, que le habían matado a sus hijos, pero nadie salió. El miedo inundó las venas de cada habitante de aquel pueblito, no fueron capaces de entender el llanto de la llorona. Un llanto impregnado de súplica ante el maltrato.





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