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¿Y a los muertos quién los revive?

  • Foto del escritor: Shaira De Avila
    Shaira De Avila
  • 26 nov 2021
  • 5 Min. de lectura

Vacas, gallinas y puercos corriendo por el suelo rasposo y cálido de sus únicas 3 anchas calles. Casitas de barro, techos de paja y cercas de madera con patios grandes para refrescarse del sol a media tarde. Así se veía Playón de Orozco a finales de 1998, como cualquier otro pueblo de la costa, antes de que el más duro golpe de violencia tocara su puerta.

En aquel olvidado corregimiento de El Piñón, Magdalena había menos de 100 familias, cuya única fuente de ingreso era la caza y la agricultura. En 1996 conformaron el comité de campesinos, y desde ese momento los paracos empezaron a azotar la zona. Les decían que a las 6 de la tarde todo el mundo debía estar en su casa, que no se reunieran más como comité porque no les gustaba y que tuviesen cuidado con sus hijos. Había un ambiente de tensión y angustia por la llegada de, como los playoneros de la época le llaman, la gente mala.

El día de aquel lamentable suceso muchos padres, aprovechando que el cura tuvo tiempo para visitarlos, organizaron el bautizo de sus hijos. Al finalizar aquello, iban siendo las 11:30AM cuando empezaron a llegar paracos a bordo de 4 camionetas. A la gente no se les hizo raro porque acostumbraban a pasar por allí. Pero ese día conforme llegaban se iban separando en grupos y empezaron a sacar a la gente de sus casas. A algunos les decían que necesitaban que se acercaran a la iglesia para una pequeña reunión, a otros simplemente los arrastraban por la fuerza hasta allí. Dicen quienes presenciaron aquel acontecimiento, que no lo vieron como algo extraño. No pensaron jamás en lo que se venía para 27 de ellos.

Cuando todos estaban reunidos frente a la pequeña iglesia del pueblo, Sandra, alias ‘La Mona’ dio la orden de que a los hombres se les colocara frente a la cerca de una de las casas y con lista en mano revisaran sus cédulas. Así estuvieron alrededor de 30 minutos. Iban siendo las 12:30PM cuando acabaron y los dividieron en grupos: a las mujeres las metieron en el puesto de salud, a los hombres en la iglesia y a los niños en una casita que había diagonal. Con actitud altiva y grosera empezaron a seleccionar hombres usando dos categorías selectivas: si “Tenían corte de mujer” o “Parecían maricones”.

Sacaban grupos de 5 en cinco, y al cabo de un rato quienes estaban dentro lo único que escuchaban eran disparos. Especulaban que los estaban matando, pero muchos, aún incrédulos se preguntaban por qué razón lo harían, si todos ellos eran personas de bien. Después entraron a la iglesia buscando a la promotora de salud y también se la llevaron. Se dice que a ella le dijeron que se fuera, pero cuando iba a mitad de cuadra le dispararon por la espalda. Probablemente no fueron capaces de asesinarla de frente al estar embarazada. Por último, preguntaron por Ramón García, quien hacía parte de la junta de acción comunal, pero al no encontrarlo se llevaron a su padre.

Cuando empezó a entrar el humo de una casa quemándose fue que todos reaccionaron aturdidos. En ese momento Carlos Calvo, esposo de Carmen Ruda la promotora de salud, salió a buscarla, pero al dar el primer paso fuera de la iglesia de su boca solo salieron las palabras: “Muchachos, aquí lo que hay es muerte”. A día de hoy no entienden como aún pueden vivir con el recuerdo de haber tenido que pasar por encima de tantos cadáveres desmembrados.

Ese día Iba Luz perdió a 13 de sus familiares: 9 primos, 1 sobrino y 3 cuñados. Ramón García perdió a su padre. Carlos Calvo y sus 4 hijos perdieron a la parte materna de su núcleo familiar junto al bebé que ésta llevaba en su vientre. Sofía Gonzáles perdió a uno de sus hijos, al igual que Nancy, quien además perdió a su esposo y a su yerno. No había un motivo en común para asesinarlos, porque entre los decesos había un profesor, dos exinspectores de policía, un estudiante de odontología, varios jornaleros y campesinos. Nadie entendía nada, ni el motivo para matarlos ni por qué tenían que pasar ellos, un pueblo que no se metía con nadie, por una situación tan atroz. Lo único que tenían claro era que debían huir de la manera más pronta posible. Y mientras ellos pensaban en como vender todo rápidamente, los paracos quemaban 22 casas y robaban desde objetos de oro hasta los enfriadores de las tiendas.

Al caer la noche casi todos habían salido del pueblo. Sofía Gonzales dejó allí a su esposo Joaco, quien le dijo que no se iría, argumentando que si lo iban a matar sería al lado de la tumba de su hijo. Cada quién como pudo enterró a sus muertos y huyó con miedo a que la gente mala volviera y los mataran a ellos también. La mayoría se fue para Pivijay, y por 8 meses Playón de Orozco estuvo tan solitario como un desierto. No había más niños jugando con barro, abuelos acostados en las hamacas en el patio a pleno sol, ni animales corriendo por sus calles. Solo quedaba angustia, dolor y miedo luego de aquella fatídica tragedia.

En esos meses los playoneros cargaban con el letrero de ‘Desplazados por la violencia’, estigmatizados por la población porque “Esa gente no mata porque sí, algo tenían que ver ellos con las guerrillas”. La Cruz Roja y el ICBF apoyaron los primeros meses a las familias, pero cuando dejaron de hacerlo todo se tornó rojo para ellos. Pasaron necesidades por la falta de trabajo, sustento y estabilidad, lo que fue el detonante para que poco a poco regresaran al pueblo. Quienes nunca se fueron, como Carlos Calvo, cuentan que los paracos acostumbraban a pasar por allí como Pedro por su casa, como si no hubiesen sido los culpables de que Playón de Orozco esté tan desolado.

Y así, poco a poco el pueblo se fue llenando de gente, pero no había el mismo ambiente, ya nada era igual. Cada vez que llegaba una camioneta la gente se iba a esconder al monte deseando no sufrir el mismo destino que aquellos 27. Los paracos rondaban la zona, ya nadie podía dejar a sus animales correr por las calles, mucho menos a los niños jugar en la terraza. Una vez, probablemente el más perrenquero de los playoneros, Carlos Calvo, se encontró de frente con el grupo paramilitar. Les pidió explicaciones del por qué perpetuaron aquella masacre. Su única respuesta fue que todo había sido un error, no eran ellos a quienes querían matar en realidad. Le dijeron que si la gobernación no hacía las casas que les había prometido, ellos se encargarían de construirlas. Carlos, dolido e iracundo por no tener a su esposa gracias a un “error” solo pudo preguntar: ¿Y a los muertos quien los revive?

A día de hoy Playón de Orozco es un pueblo olvidado por el estado y azotado por la violencia. Sin embargo, a pesar de haber poco trabajo, mala infraestructura y poca seguridad, sus habitantes se sienten en familia. Todos se conocen con todos, desde los más ancianos que aún lloran sus pérdidas, hasta las nuevas generaciones que desean pasar toda su vida en la calidez de su tierra y el sol fresco. Donde un 9 de enero de 1999 su historia los enmarca como un pueblo violentado y ultrajado, cuya portada en Google no son sus bellos paisajes, ni las caras bonitas de sus habitantes, es la foto de alguien que viste un camuflado y que de espaldas a la cámara muestra orgulloso en letras amarillas las iniciales de los culpables de que Playón de Orozco ya no sea el mismo: AUC.


 
 
 

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